Aurélia Lassaque

Aurélia Lassaque
es una poeta francesa y occitana. Como poeta cosmopolita, ha viajado por todo el mundo, desde Europa hasta la India, pasando por América del Norte y del Sur, Escandinavia, Indonesia y China, para ofrecer lecturas y actuaciones que combinan la poesía con la música, la canción, el vídeo y la danza. Sus conjutos “Pour que chantent les salamandres“ y “En quête d'un visage“, publicadas por Editions Bruno Doucey, han sido traducidas a varios idiomas. Desde 2019, colabora como guionista de cine con el director Giuseppe Schillaci. Por último, Aurélia Lassaque es una de las ganadoras en 2019 de la Beca de Creación Literaria Occitanie Livre et Lecture para la escritura de su primera novela.

Han parecido, entre otros: “Solstice and Other poems“, Francis Boutle Publishers, Londres, 2012; “De zang van de salamanders“, Azulpress, Maastricht, 2014. ; “שירת הסלמנדרה“, Editorial Keshev, Tel Aviv, 2014; “For å la salamanderen synge“, Forlaget Oktober, Oslo, 2015; “Per que cantin les salamandres“, LaBreu Edicions, Barcelona, 2017; “De Memoria Profana“, Editoral Libros del Pez Espiral, Santiago, 2019; “Auf dass die Salamander singen“, Verlag Hans Schiler, Berlín, 2020.






 


El viejo Max


El viejo Max hablaba la lengua del verano, de los gatos flacos y de las lagartijas... Al atardecer, se iba a pescar cangrejos de río con una linterna. Con él fue con quien fumé mi primer cigarro, a los once años. Un Gitanes sin filtro. Él decía: «Los cambaròts, son coma los parpalhòls, aquò s’aganta al lum», los cangrejos de río son como las mariposas, se atrapan con luz. En la tele hablaban de la desaparición de los grandes rinocerontes blancos. Eso le preocupaba mucho. Al parecer no estaba al tanto de que los cangrejos también lo estaban... Su casa era oscura y fresca. Olía a hollín y a verduras recién sacadas de la tierra. Aquellas casas antiguas en las que vivían ancianos me parecían cuevas. En todos los armarios podías desenterrar tesoros. Fotografías del siglo XIX en cajas de caramelos con una calesa pintada en la tapa. Cinturones o gemelos de una de las dos guerras mundiales. Bastones con frasquitos dentro parecidos a tubos de ensayo que hurtaba a escondidas para mis juegos de alquimia. Había colecciones de sellos con nombres de países que ya no existen. Había limpiapipas y silbatos de caza. Silbatos silenciosos que me tuvieron perpleja mucho tiempo. Había un teléfono con un disco de marcar y agujeros para los dedos. Si te equivocabas en un número, tenías que volver a empezar. El viejo Max había fabricado un estuche para jugar a las damas. Un día le vi hacer trampas. Casi me da algo, pero fingí no ver nada. Cuando Max se hizo muy viejo, empecé a jugar con él como se juega con un niño. Me las arreglaba para perder y le aplaudía cada vez que ganaba, con entusiasmo, mostrando fascinación. Me gustaba decirle, con aire de reproche cómplice, digno de una vieja cortesana, que era «un temible oponente». Max recogía entonces sus piezas despacio, con sus dedos torpes y temblorosos, constelados de manchas, con una sonrisa enigmática que yo tomaba por la satisfacción de la victoria.

Ahora creo que se daba cuenta de que perdía y de que esos engaños eran una forma, como otra cualquiera, de decir que nos queríamos.